FINIS TERRAE
Caía la tarde cuando la embarcación atracó. Sabían que esas costas era peligroso bordearlas sin luz, muchos antes que ellos perecieron contra las rocas por un mal viento. Su misión era ya de por sí arriesgada, jugársela sin necesidad antes de empezar sería de necios.
Toda la tripulación sabía lo que se contaba de aquellas tierras, pero los que no las habían pisado antes no estaban preparados para el espectáculo que encontraron. Sentados en los acantilados, aquellos hombres rudos pudieron ver cómo la esfera encendida del sol descendía hasta ser tragada por las aguas, que refulgieron durante un instante incendiadas por el fuego del astro rey. Y permanecieron en silencio hasta quedar rodeados por la oscuridad y las estrellas.
Esa noche, en el campamento, se escucharon historias de romanos, brujas y altares. El marinero más viejo explicó que aquel lugar exacto era la cuna del sol, el lecho en el que se permitía dormir hasta que llegase el amanecer siguiente. Por eso era un lugar sagrado, un sitio en el depositar ofrendas para que los hijos varones llegasen a ser valientes guerreros y las niñas se convirtieran en madres robustas y fuertes, capaces de guardar el hogar de peligros hasta que los exploradores volvieran al poblado.
Todo eso lo sabían los ancianos porque ya habían estado allí, algunos incluso más de una vez, sobre todo desde que Ulf, el gallego, gobernaba parte de aquel territorio. Todos ellos habían visto al sol irse a dormir antes y habían entregado monedas de los saqueos, joyas o alimentos al Ara Solis para asegurarse una buena descendencia. Pero ninguno había osado aventurarse más allá de aquellas costas. Hasta hoy.
Los más viejos se acostaron cuando el fuego de la hoguera empezó a flaquear. Los jóvenes, que nunca antes habían estado allí, permanecieron más tiempo despiertos, bebiendo junto a las brasas y riendo de las supersticiones que contenían las viejas historias. Aún así, ninguno de ellos se libró de mirar de vez en cuando a sus espaldas, buscando alguna serpiente siseante que les anunciase la presencia de la Orca Vella, unos para esquivar a la vieja bruja y, los más, para enfrentarse cara a cara con ella, aunque eso supusiese su muerte antes de un año. La curiosidad es la única cosa más fuerte que el instinto de supervivencia.
En cuanto el sol se levantó, los marinos también lo hicieron. Desayunaron caliente gracias a las brasas de la hoguera y recogieron el campamento, listos para empezar el viaje hacia el que fuera su destino.
Antes de partir, todos aquellos hombres se asomaron al borde de los acantilados que formaban el finis terrae intentando atisbar algo en el horizonte, fuera bueno o malo. Se preguntaban si sería verdad que el mundo terminaba de golpe, en una cascada infinita. Y luego rezaban a sus dioses, sabiendo lo que se les venía encima.
Desde la proa del kavir, el jefe se mantenía en pie viendo cómo el sol volvía a ocupar su puesto en el firmamento. Frente a él, la inmensidad del mar y todos los peligros que permanecían ocultos en sus profundidades abisales. Las antiguas leyendas decían que los monstruos submarinos no permitirían que ninguna embarcación llegase al borde del fin del mundo.
Miró por un momento a su tripulación. Había luchado codo con codo junto a aquellos aguerridos guerreros, que ahora hacían avanzar la nave, remando sin descanso de espaldas hacia sus propios destinos. Valor, confianza, esperaba que con eso bastara para alcanzar su propósito. Por si acaso, mientras volvía la cara de nuevo hacia el horizonte que tenía delante, le ofreció a Woden los mapas con los límites del mundo descubierto que podrían dibujar si regresaban sanos y salvos a sus hogares. Volver antes no era una opción. Los vikingos siempre habían sigo un pueblo curioso y, por eso, estaban dispuestos a bordear el mismísimo fin del mundo o morir en el intento.
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