NOCHE DE HOGUERAS



Rita notó la luz de la mañana a través de los párpados cerrados y se revolvió en la cama con un gruñido. Solo habrían pasado un par de horas desde que se acostó y ya no estaba acostumbrada a trasnochar. Intentó enterrar la cara en la almohada, pero ya no había forma de recuperar el sueño, así que después de un par de vueltas más, decidió levantarse. Se incorporó bostezando y se frotó los ojos antes de abrirlos. Desde esa posición pudo verlo tumbado tan largo como era sobre el edredón y empezó a recordar la noche anterior.

Aquella mañana había firmado por fin los papeles del divorcio. Ya no tenía nada que la uniera al gilipollas de su ex y eso había que celebrarlo. El problema era que hacía tiempo que sus amigos se habían ido a otras ciudades a buscar trabajo. Y la fiesta sola no le apetecía nada. Pensó en otro plan y el día que era le dio la respuesta. Así que salió a comprar y volvió a casa para prepararlo todo.

Se puso un vestido dorado, sandalias y pendientes largos. Escogió el colgante de la luna que había comprado en Praga y puso la mesa en la terraza. En ese año de clima extraño el buen tiempo se había retrasado hasta apenas la semana anterior, pero había hecho su entrada de manera intensa y hacía una noche bastante más calurosa de lo que era normal en esas latitudes. Cenó pizza y helado de chocolate y bebió vodka bien frío de su marca favorita para acompañarlo.

Miró al cielo nocturno y suspiró. Le gustaban las estrellas, pero estaba demasiado ocupada para detenerse a verlas. Siempre quedaba trabajo por hacer, tareas, encargos… Casi ni utilizaba el balcón de su ático nada más que para tender la ropa. A partir de ahora tendría que salir a tomar el sol, a comer, a oír música… La estela de una estrella fugaz desvió su línea de pensamientos y la hizo reaccionar.

—Quiero encontrar mi camino —dijo en voz baja.

Después se sintió triste. Estaba al comienzo de una nueva vida y parecía que todo estaba del revés. No sabía dónde agarrarse para continuar; encontrar una senda era lo que necesitaba desesperadamente y para eso era necesario borrar las huellas de su pasado, para no poder dar marcha atrás. Se tragó las lágrimas y recogió la mesa. Dejó únicamente la botella y una copa con hielo y les sumó un cenicero, cerillas, papel y boli.

Se sentó de nuevo a la mesa, bebió un buen trago de alcohol, cogió el bolígrafo y respiró hondo. Luego comenzó a escribir una carta de despedida a su pasado, un adiós a su ex marido, a los falsos amigos, a las mentiras, a las promesas que quedaron en nada, a su ingenuidad. Llenó folios con palabras que afirmaran su decisión de ser una nueva persona, más fuerte, más decidida, más acertada… Escribió con la sinceridad de quien sabe que nadie leerá sus palabras, sin miedo a escucharse por una vez.

Después dobló las hojas con cuidado y encendió una cerilla, la acercó con cuidado a una de las esquinas y esperó a que prendiera. Luego depositó los papeles en el cenicero y se dedicó a contemplar cómo ardían. El fuego tenía para ella algo hipnótico. El color de las llamas, su crepitar… parecían comunicarse con ella, despertar el instinto animal de su interior. La sirena de un coche de bomberos recorriendo la ciudad rompió el silencio. Era 23 de junio, y Salamanca ardía como tantas otras ciudades la noche de San Juan. Las hogueras purificaban y borraban el pasado, quemaban todo lo que nunca debió haber sido y, a veces, se descontrolaban.

No era su caso. En el cenicero los pedazos de papel en seguida fueron devorados por rojas líneas de brasas que avanzaban hasta no dejar más prueba que unos minúsculos restos. Y después cenizas. Y después humo, y su olor intenso, dispersándose en el aire. Sus problemas esfumándose. Un símbolo siempre ayuda a marcar un nuevo camino. Entonces sintió que la invadía una sensación de libertad, dio un buen trago de vodka y se recostó sobre el respaldo cerrando los ojos, disfrutando la calma de la noche.

—¡Feliz Litha!—dijo para sí misma.



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