CÁNTAME A LA YEMA DE LOS DEDOS
Mi madre dice que con dos años ya
escuchaba Alaska y Dinarama. Y así empieza mi canción.
El sonido siempre ha estado
presente. Mi primer beso me llegó en la playa, con arena en la piel, de un niño
de pelo rizado que me enseñaba una letra sobre una casa con ventanas azules y
verdes escaleras. Poco después me mudé a esta ciudad, casi cuando en la tele
dejó de sonar la sintonía de Barrio Sésamo y nunca vi a niños silbar en bici.
Después, pasé una larga temporada en silencio. Y no me gustó.
La música volvió cuando tuve edad
para empezar a salir y llegaba a mi cabeza desde cada hueco de mi piel. Hubo
chicos que se acercaron a mis ojos para arrancarse por Extremo y otros probaron
a tararear Marea cada noche para intentar llegar al centro de mis piernas. Pero
yo no oía rock estatal.
Entonces llegó el rock clásico: Elvis, Sinatra… y mi vida se volvió un video en blanco y negro rodado en un motel con humo de tabaco distorsionando las canciones. El rock nunca muere, dicen. No fue una mala época. Al menos hasta que decidió que yo solo era un trozo de cristal tirado en el suelo y dejaron de gustarle mis pies descalzos.
Cuando te hundes con los maestros
de la depresión, lo haces de verdad. Desde el fondo del pozo retrocedí buscando
el dolor perfecto y, más tarde, el consuelo del principio. Volví a Fangoria.
De la felicidad a la electrónica. Las notas que retumbaban graves y oscuras comenzaron a hacerme vibrar por dentro y las voces rasgadas arañaron mi propia garganta y mis tripas. Y empecé a entender que estoy hecha de música, que el sonido de un bajo me remueve por dentro, que puedo contar toda mi vida hilando canciones.
Allí estaba, retumbando con mi
música como si llevase un bafle en el pecho, cuando apareció de nuevo el rock
estatal. Y me llenó con otras formas de mirar los anuncios de primavera, me
hizo asociarme con grupos inescuchables para mí. Mi casa se llenó de cds
originales y los recuerdos asociados a otras letras se fueron borrando un poco
cada día. Pero, con el desgaste del tiempo, se olvidaron los conciertos en paz
y aparecieron discos que no eran para compartir. Algunos cantantes con los que
grité en mi adolescencia se volvieron intransigentes y todo daba miedo.
Esta vez no hubo pozo. Caí
directamente al agujero de la tumba que él me había hecho cavar y allí solo había
baladas de las que atraviesan el alma y no dejan que te levantes. Pero lo que
no te mata te hace implacable, y con el tiempo, empecé a pedir canciones. Y me
las disteis todas. Canciones que me hicieron renacer, canciones que eran yo
misma, canciones que contaban cómo me veían los demás.
Ahora siempre hay música en mi
cabeza y en mi casa y es tan buena que he olvidado que ese no fue siempre el
ruido ambiente. Sigo buscando buenos temas cada día, de esos que te llaman la
atención en cuanto escuchas el primer acorde, notas que muevan mis pasos,
letras que se agarren a mi interior y no pueda dejar de cantar.
Por eso te lo pido. Ven a
susurrarme una canción al oído y hazme vibrar.
Me parece un texto genial contando el paso de los años en concordancia a la música, estilos y demás según las varias épocas de tu vida, me gustó leer sobre barrio Sésamo y me hizo recordar esa niñez y aquellas canciones que siempre son y serán top
ResponderEliminarGracias :) ¿Cuál es tu preferida?
EliminarEs difícil no identificarse con algo así. Aunque no tengamos los mismos gustos, creo que hay pocas personas que puedan decir que la música no es algo importante para ellos, algo que da más color a su vida. Incluso Nietzsche decía que "Sin música la vida sería un error".
ResponderEliminarAhora mismo no tengo ni idea de qué canción podría susurrarte.
Pues tenla pensada para la próxima vez que nos veamos, jeje
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