LAS BESTIAS ANTIGUAS
Ese día las bestias antiguas
entraron en la ciudad. Salí al balcón para ver qué pasaba al oír los gritos de
la gente y vi un enorme pez dorado sobresaliendo por encima de los edificios
unas calles más abajo. Era igual que los que había visto en la pecera de mi
tío, pero mucho más grande. El sol se reflejaba en sus escamas y producía
destellos que hacían que el animal pareciera hecho de fuego. Todos los balcones
estaban llenos de niños que aplaudían y adultos que se maravillaban ante un
evento de tal magnitud. Me pareció un espectáculo mucho más bello que los
fuegos artificiales de las fiestas de verano. Esa noche soñé que iba a lomos
del enorme pez camino del mar y, cuando desperté, sentí por un instante que
había sido feliz.
A la mañana siguiente, las bestias
antiguas seguían allí. Recorrían las calles arriba y abajo, sin provocar ningún
daño estructural. Esquivaban las fuentes y los edificios y los jardines y
buzones estaban sorprendentemente intactos. Caminar por la ciudad se hizo una
experiencia fascinante y disfruté descubriendo a cada una de las criaturas que
poblaban aquel espacio, además del pez dorado. Hubo quien los trató como a
dioses y les llevó ofrendas, y quien les temió y huyó lo más lejos que pudo,
pero ellos no parecían alterarse por ninguno de esos comportamientos y seguían
su camino sin fin entra nuestras viviendas. Al final aprendimos a mirar muy
bien y a coger impulso para cruzar la calle sin ser atropellados por la
hormiga, a esquivar las ventosas del pulpo y a agarrarnos fuertemente a algo
para no salir volando cuando pasaba el colibrí. Conocimos a todos los seres que
compartían la ciudad con nosotros y, poco a poco, nos acostumbramos a ellos.
Nos adaptamos a vivir en una
ciudad llena de bestias antiguas. Descubrimos sus costumbres y nos amoldamos a
ellas. Con el paso del tiempo ya nadie se asomaba a los balcones para verlos,
nadie miraba su imponente figura cuando los esquivaba. Simplemente dimos por
sentado que aquellos seres que llegaron un día, eran parte de nuestra ciudad y
nuestra historia.
Aquellas bestias antiguas
formaban parte de nosotros igual que la tierra sobre la que pisábamos. Pero un
día la ciudad despertó y no había ni rastro de aquellos seres milenarios. No
había grandes serpientes reptando por la avenida, ni gatos que hicieran
retumbar la calle al tumbarse panza arriba. No había nadie más que nosotros. Hubo
gente que suspiró aliviada y otros rezaron por su vuelta. Al final la vida
continuó como lo hacía antes de su llegada y la gente se acostumbró a su
ausencia, como lo había hecho a tener que esquivarlos. Me pregunto por qué
vinieron precisamente a este lugar. Me pregunto dónde habrán ido ahora. Apoyado
en mi balcón, un atardecer más, me pregunto cómo no le di más importancia a lo
que me hacía feliz, cómo pude dejar de dar importancia a esos seres que
trajeron la grandeza a mi vida.
¡El pezón dorado! :O
ResponderEliminarTiene que ser divertido vivir en una ciudad poblada por animales gigantes (bueno, depende de qué animales sean...), pero esta historia siempre me ha parecido triste y un poco pesimista por aquello de "por una vez fui feliz". Eso sí, el dibujo es muy chulo.
Es el no saber apreciar las cosas, supongo. Al lado de la tuya cualquiera sería triste, jeje. El dibujo es de mi amiga Bea, ya os hablaré de ella la semana que viene
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