ISIS


Apoyada en la barandilla del barco miraba el suave movimiento de las olas en el puerto. Las luces de la ciudad quedaban a sus espaldas. El resto de pasajeros habían bajado a disfrutar de la navidad en aquel lugar del Mediterráneo, pero ella no tenía el cuerpo para fiestas. Había preferido quedarse allí sola, descalza en la pequeña oscuridad de la noche, dándole vueltas a todo lo que había pasado.

Volvía una y otra vez al mismo momento, repasando las palabras que dijeron y las que podía haber dicho. Había tantas respuestas mejores... Quizá, con las frases adecuadas, la cosa hubiese sido distinta. Luego iba un poco más atrás, tratando de buscar el momento exacto en el que todo se había roto, las cosas que había hecho mal. Y entonces volvía a llorar.

Las lágrimas resbalaban silenciosas por sus mejillas para ir a caer al mar, inagotables como ríos. Mientras las notaba deslizarse, calientes, cerró los ojos y le pareció escuchar un trueno restallando en algún lugar. Imaginó que su llanto atraía las tormentas, que su pena arañaba el cielo hasta que llorase su pérdida con ella. Luego imaginó las semillas brotando en lugares áridos gracias a esa lluvia, aportando un poco de esperanza.

Un golpe de aire levantó su pelo e hizo que el tirante de su vestido resbalara por su hombro. Se quedó así, notando el viento fresco sobre la piel desnuda. Imaginó un par de enormes alas negras saliendo de su espalda, abriéndose para sentir la brisa en cada una de sus plumas, haciéndola libre. Luego inspiró profundo para oler la tierra mojada, pero solo encontró un fuerte aroma a salitre y a especias, que le recordó que estaba lejos de casa, lejos de sus problemas... Si no fuera porque su problema era ella misma.

Ese pensamiento fue como un bofetón que trajo de vuelta su tristeza. Suspiró antes de abrir los ojos y ver que no estaba sola. Una silueta se recortaba inmóvil en la cubierta del barco, cerca de ella. Notó que se le encendían los colores mientras se subía la parte del vestido que se le había caído antes y ahora dejaba ver su pecho izquierdo. Intentó marcharse de allí lo más deprisa que pudo, volver a la soledad de su camarote, pero resbaló en la madera y cayó al suelo de rodillas.

Unas manos la sujetaron por los hombros para ayudarla a levantarse. Tuvo que obligarse a mirar cuando él le preguntó si estaba bien y así pudo verle. Cuando sus ojos se encontraron, una descarga de emociones la sacudió por dentro. Apartó la mirada en seguida, se levantó como pudo y salió disparada para escapar de allí. Pero tuvo que darse la vuelta cuando él le dijo:

—¡Ey, espera! Se te ha caído esto.

Se llevó la mano al cuello y, al no encontrar nada, supuso que aquel hombre sostenía un colgante de Isis. Su colgante. Se acercó despacio para recuperarlo. Cuando rozó su mano, notó de nuevo una descarga. Agarró el collar y apartó la mano de la de él como si le quemara. Luego miró a la diosa con los ojos llenos de pasado. Tenía la corona rota y le pareció el simbolismo perfecto de su corazón destrozado. La apretó con rabia y pensó en lanzarla al mar, pero no lo hizo. Esta vez el trueno sonó mucho más cerca y las lágrimas volvieron a sus ojos.

Una mano volvió a posarse sobre su hombro y, al darse la vuelta, se encontró con su sonrisa. Una sensación cálida la llenó de pronto. Y cuando él empezó a hablar, ella ya no tuvo ganas de marcharse y se sentó dispuesta a escucharle. Pasaron la noche relatándose anécdotas y riendo con ganas, contándose sus vidas y sus penas, dejando ver un poco de sus almas rotas a la luz de la luna. Contemplaron el amanecer en silencio, uno junto al otro y luego se despidieron con un largo abrazo. 

Ella bajó del barco y fue hasta la playa. A aquellas horas todavía estaba vacía. Caminaba cerca de la orilla, dejando que el mar lamiera sus pies descalzos, pensando en aquella noche. Nunca se había sentido tan cómoda con alguien, nunca había tenido esa conexión. Era como si hubiese estado con una persona a la que conocía desde hacía mucho tiempo. Si lo pensaba bien, si rebuscaba un poco, le parecía entrever en su memoria un hilo del que tirar, una maroma enterrada en recuerdos muy antiguos...

Pero eso era una locura, encontrarse con él solo había sido una casualidad. Una bonita coincidencia. Y ya había pasado. Los dos tenían heridas que curar antes de pensar en algo nuevo... Se sentó frente al mar, cerró los ojos y respiró hondo. Salitre y especias... Recorrió distraídamente con los dedos la figura de su amuleto y una descarga en su cabeza tiró de la cuerda que asomaba en su memoria, desenterrándola. De pronto se vio a sí misma, vestida solo con una larga falda blanca, con el colgante al cuello. Notó la presión de la diosa sobre su pecho cuando abrazó a un hombre por la espalda. Y cuando se dio la vuelta, reconoció sus ojos y su sonrisa.

La lluvia templada la devolvió al presente. Se quedó un rato allí sentada, sonriendo mientras se empapaba, acariciando los detalles de Isis, notando como su corazón volvía a brotar de nuevo. Nunca había creído en la reencarnación, pero algo por dentro removía sus recuerdos hasta hacerla creer que aquel colgante había sido suyo desde que se talló, igual que el hombre con el que había pasado la noche. Como si hubieran estado juntos una y otra vez, durante toda la vida del mundo.

Cuando por fin se levantó lo tenía claro. Volvió al barco sabiendo que su tristeza había acabado, que cuando volviera a estar con él habría encontrado su destino. Era el momento de curar juntos sus almas y ser felices una vez más.

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