LA TORMENTA

 

La tormenta flota inevitable en el ambiente, por eso no nos sorprende el rayo que destella de pronto.

Aún está lejos, pero lo hemos visto claramente sobre el horizonte.

Con rapidez, los relámpagos avanzan hasta estar cada vez están más cerca y podemos sentir su carga en el vello de los brazos.

Resuena un trueno, como recordando lo inapelable de las fuerzas de la naturaleza.

Nubes grises oscurecen el día que era claro hace solo unos minutos y podemos sentir el frío.

Los rayos cada vez más brillantes, los truenos cada vez más fuertes.

Sentados en ese banco contamos los segundos entre los gritos, intentando prever cuándo llegará la tormenta.

No nos movemos ni al empezar la lluvia, con sus gotas grandes y densas, que levantan el petricor.

Pronto parece un diluvio.

Parece que pensáramos que no queda otro remedio más que aguantar, el uno junto al otro, hasta que escampe.

O quizá queramos que se limpien nuestros pecados.

El temporal no dura más de cinco minutos.

Ya no hay relámpagos, truenos ni lluvia, solo tú y yo sentamos en el banco, empapados.

No sé cuando ha sido, pero estamos cogidos de la mano.

Nos miramos a los ojos y sonreímos, sin decir nada.

Lo mejor de la tormenta es que, cuando acaba, el mundo no es igual al que había antes.

Todo queda vibrando con el sonido de la calma y el olor a tierra mojada.

Como para que no te olvides de que esto ha pasado, como para que recuerdes que hemos sobrevivido a otra tormenta.

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